Freud era todo un pater familias. Severo y responsable. Un hombre austero, entregado al trabajo y que sufrió con entereza el sufrimiento cotidiano del cáncer y las férulas en la mandíbula durante años. Se iba al despacho pronto, regresaba para la comida durante la cual apenas hablaba y en todo caso alzaba la vista para reprender a alguno de los hijos, salía a pasear, volvía al despacho y finalmente a casa, tarde, cuando los hijos ya habían cenado y casi estaban durmiendo. Un esposo sin líos de faldas, aunque reconocía que muchas de sus pacientes se enamoraban de él o que pasase mucho tiempo con su cuñada, con la que viajaba a menudo como si fuesen pareja. Un padre y esposo intachable. Ya se sabe: la moral victoriana del XIX y encima el conservadurismo de la cultura judía. Sí, era judío, que significaba exclusión. Freud se mantuvo al margen, casi indiferente al arte que en su ciudad, Viena, se cocinaba entonces: Schiele, Klimt, Kokoschka, Shoenberg, Mahler…
Lacan era otra cosa. Parisino y un poco libertino, con cierta debilidad para enamorarse de las mujeres de sus amigos. Sofisticado y bon vivant. Como Freud, era ateo. Pero se formó con la élite de la burguesía en colegios católicos. Frecuentó los ambientes vanguardistas y compartió la ebullición artística de los años 30: era médico personal de Picasso. Pero su lado más tradicional (era admirador de Maurras, militarista y antisemita) le llevó a sentar cabeza. Matrimonio como Dios manda. Tres hijos. La pequeña (el patito feo de la historia): Sibylle.

Sibylle nació casi a la par que Judith. Judith era la hija que tuvo Lacan con Sylvia Bataille y que ocultó a los tres hijos «legítimos» (sic) durante casi veinte años.
No era el único hombre que adaptaba el marco institucional a sus caprichos. L’amour. El primer presidente socialista de la V República, François Mitterand, no solo sostuvo dos familias paralelas sino que los últimos años de su vida mantuvo una triple vida amorosa.
Lacan y su primera esposa fueron fieles a la farsa. Los tres hijos veían al padre alguna vez por semana (trabajaba tanto…) y él les hacía regalos o los invitaba a comer fuera. Lo que se dice un padre moderno, cobarde, dividido entre la libertad que él respiraba y la formalidad que todavía imponían las apariencias.
Mentía a sus hijos pero les daba su apellido. O: podía mentirles porque les daba su apellido. Este era uno de los (muchos) privilegios que tenía un padre. Que la sociedad, la cultura, la política, la ley, le reservaba. ¿Tal vez porque era el representante (la máscara, el semblante) del Poder?
En fin, he aquí algunos fragmentos del texto Un padre, de Sibylle Lacan:
Cuando nací, mi padre ya no estaba. Incluso podría decir que cuando fui concebida, él estaba en otra parte, no vivía verdaderamente con mi madre. Un encuentro en el campo entre marido y mujer, en el momento en que todo había terminado, es el origen de mi nacimiento. Fui el fruto de la desesperanza,algunos dirán del deseo, pero no lo creo.
Cuando yo acababa de nacer (¿o mi madre todavía estaba encinta de mí?), mi padre le anunció alegremente a mi madre, con la crueldad de los niños felices, que iba a tener un hijo con otra. No sé cuál fue la actitud de mi madre ni qué palabras pronunció: ¿dejó ver su sufrimiento, le hizo reproches, montó en cólera, o bien se mostró fuerte y digna, guardándose para sí el desmoronamiento interior, la impresión de haber recibido el golpe de gracia, la muerte que invade el alma? Lo único que sé, porque mamá me lo contó, es que mi padre le dijo a guisa de conclusión: "Le devolveré ciento por uno". Mi madre, mujer recta y fiel, se encontraba sola con tres hijos pequeños en tiempos de guerra, en tiempos de ocupación, cuando se anunciaba un período de horror mundial cuyo fin era imposible de prever.
Cuando nací, mamá casi no se ocupó de mi; no me había deseado y estaba en otra parte, en su abismo personal. ¿Puedo sentir resentimiento? Sin embargo,pienso que mi vida entera estuvo marcada por esa llegada al mundo en soledad afectiva.Un año después de mi nacimiento se produjo el divorcio, solicitado por mi madre.
Una imagen de esa época que ha quedado fija en mi memoria, como una fotografía que hubiese tomado y conservado, es la silueta de mi padre en el marco de la puerta de entrada cuando nos vino a ver un jueves: inmenso,envuelto en un amplio sobretodo, ahí estaba, ya agobiado por no sé qué fatiga. Se había instaurado una costumbre: venía a almorzar a la calle Jadin una vez por semana. Él trataba de usted a mi madre y la llamaba "querida". Mamá, cuando hablaba de él, decía "Lacan".
Para nuestro cumpleaños, papá nos hacía soberbios regalos (comprendí mucho más tarde que no era él quien los elegía).
Veía a mi padre a solas cuando cenábamos juntos. Me llevaba a los grandes restaurantes y era la oportunidad para mí de saborear platos de lujo: ostras,cangrejo, postres suntuosos. A mis ojos, el colmo de la voluptuosidad era el merengue helado. Pero sobre todo, estaba con mi padre y me sentía bien. Era atento, cariñoso, "respetuoso". Al fin me sentía una persona íntegra. Nuestra conversación se interrumpía con silencios apacibles y a veces le tomaba la mano a través de la mesa. Nunca me hablaba de su vida privada y yo no le hacía ninguna pregunta sobre el tema, ni siquiera se me ocurría hacerlo. Él llegaba de la "nada" y yo no me sorprendía en modo alguno por eso. Lo esencial: él estaba allí. Y yo estaba "encantada, maravillada", como decía el poeta.
[…]
Según mi recuerdo, fue mamá quien tuvo la idea de llamar a mi padre en mi ayuda. Se hizo una cita para tal día, a tal hora, en la calle Jadin. Yo esperaba mucho de esta entrevista. Si todos esos estúpidos médicos no habían podido curarme ¿quién mejor que mi padre (este eminente psicoanalista cuyo genio yo ya no ponía en duda) habría de entenderme, salvarme? La situación era de pesadilla, en efecto, tanto más cuando que mi entorno, sin comprender nada de mis males ni de mis quejas, me hacía sospechosa de complacencia, de pereza,y por qué no, de impostura.
Me veo en el balcón a la hora acordada, acechando la llegada de mi padre. El tiempo transcurría y no llegaba. Mi impaciencia iba en aumento. ¿Cómo podía retrasarse tanto en semejantes circunstancias?
La calle Jadin es lo suficientemente corta como para poder abarcarla con una mirada. A unos metros de la casa, había un hotel por horas, discreto y frecuentado por gentes "distinguidas". Desde mi puesto de observación, vi de repente a una mejer que salía con paso rápido del lugar. Algunos segundos más tarde, salió a su vez un hombre. Estupefacta, reconocí a mi padre.
¿Cómo había podido imponerme este suplicio para satisfacer primero su deseo? ¿Cómo había tenido la audacia de venir a follar a la calle Jadin a dos pasos del domicilio de sus hijos y de su ex-mujer? Volví a entrar en el departamento en el colmo de la indignación.
Los hombres: «la crueldad de los niños felices».
Sibylle se suicidó a los 73 años.